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                                                       CONFIRMADA LA EXISTENCIA DEL MULTIVERSO

Gracias a la ecuación desarrollada por el equipo del profesor Daniel Cremades en las instalaciones del CSIC, la teoría de Cuerdas ha quedado definitivamente demostrada.


Las partículas subatómicas poseen en su interior una minúscula hélice que no deja de vibrar. La longitud de onda del temblor de esa espiral es la que determina la forma específica de la materia. El mejor ejemplo para visualizar el modelo sería el de un instrumento musical con infinitas cuerdas, y el distinto sonido que reproducirían éstas compondría la infinita diversidad del Universo.


Sin embargo, la verdadera conmoción de este descubrimiento reside en la materia que no somos capaces de percibir ni llegar a medir o registrar.


No existen tres dimensiones del espacio y una temporal, sino infinitas paralelas conviviendo en el mismo instante eterno y dentro del mismo punto inacabable. El presente, el pasado y el futuro con sus infinitas vertientes y posibilidades existen y se entrelazan, pero nuestra conciencia sólo es capaz de percibir una de ellas.


El tiempo es una invención del hombre para explicar los cambios a los que se ve sometido, igual que la temperatura no es más que la dilatación del mercurio dentro del termómetro.


Pensábamos que nuestro Universo desconocido se encontraba a años luz de distancia, más allá de nuestras fronteras y nuestro horizonte de sucesos, pero de la ecuación del doctor Cremades se derivan una serie de singularidades que demuestran que en realidad, se halla mucho más cerca de lo que creemos, conviviendo con nosotros en otras dimensiones. Podríamos tener algo o a alguien al lado, no verlo, no escucharlo, seríamos capaces de atravesarlo con la mano, estar en el mismo momento y lugar, coexistiendo. Entrar en contacto con esas múltiples realidades y comprender qué hay en su interior, parece ser el reto al que se enfrenta ahora la comunidad científica.


Por el momento, la noticia nos llena de ilusión y esperanza, porque significa que nuestros limitados sentidos no alcanzan a vislumbrar ni siquiera una mínima porción de lo que nos rodea. A partir de ahora, todo sería posible, incluso cualquier cosa que nazca de nuestra imaginación.  

                                                              LA PAREJA PERFECTA

Hubo un día en que mi abuela comenzó a desbaratar las ideas preconcebidas que tenía sobre el amor con una lucidez apasionada, como si fuera su última oportunidad de hablar a corazón abierto:

 

“ Empecé a salir con tu abuelo cuando aún era muy joven, fue tan perseverante a la hora de perseguirme y halagarme con cientos de promesas y regalos que no tuve otra opción que rendirme. ¿Que si me gustaba? Pues mira, no sé, supongo que con diecinueve años, si un chico se interesa de ese modo, pues te gusta. ¿Que si me habría fijado en él si no se hubiera empeñado? Posiblemente no. Nunca fue mi tipo.

Era otra época, si uno se ennoviaba no había vuelta atrás. Estuvimos saliendo un año entero, nos divertíamos mucho juntos, nos hicimos íntimos, qué se yo, se convirtió en mi mejor amigo casi sin que me diera cuenta.

 

Un día tuvimos una discusión muy fuerte y lo mandé a freír espárragos. No me acuerdo cuál fue la tontería de turno que nos hizo acabar así, ya sabes que siempre estamos a la gresca. Qué años aquellos. Ni te imaginas cómo estaba el percal, caían bombas y corríamos a refugiarnos en las tiendas de alrededor. Yo flirteaba con los guardias en la entrada del ministerio de gobernación para que me dejaran visitar a mi padre y los amigos que habían sido encerrados en el calabozo por el régimen sin mayor alegato que el de ser rojos. Les prometía que les dejaría sacarme de paseo un día y a cambio me dejaban entrar y llevar comida a aquellos pobres damnificados de la guerra.

 

Nunca jamás me habría dejado tocar por uno de aquellos grises, pero no me faltaban pretendientes. ¿Qué te crees, que siempre he tenido esta pinta?

 

Pasaron varios meses, y un día me encontré con tu abuelo en la estación de autobuses. Lo primero que dijo al verme fue que si quería salir con él, así, sin más, mirándome con esa cara que pone de no haber roto un plato en su vida. ¿Y qué pasa con esa chica con la que te han visto? Eso es lo que le dije toda digna y orgullosa. La dejaré, me contestó rápidamente. ¿Cómo que la dejarás, es que no te gusta?, insistí. Pero yo quiero estar contigo, concluyó muy seguro de sí mismo. No tenía ninguna duda al respecto, así que cumplió su palabra y volvimos a estar juntos.

 

Nada ni nadie pudo nunca rellenar ese espacio que ocupábamos el uno para el otro. Aunque muchas veces nos haya parecido que lo nuestro era una relación difícil de encauzar, nos dejamos guiar por lo fortuito sin tratar de entenderlo.

 

Estábamos hartos de la ciudad, de esa maldita sensación de tener que estar en todas partes para no perderte algo importante. Para poder marcharnos juntos sin que ninguna de nuestras familias se opusiera, decidimos que lo mejor sería formalizar nuestra relación. Eran otros tiempos. Ahora se extrañarían de que quisieras casarte sin haber ido a vivir primero con esa persona durante eso que llaman período de prueba. Como ves, en nuestra historia, lo menos emocionante son esos momentos que deberían haber sido los más significativos, pero a cambio, vivimos un montón de pequeños acontecimientos tan conmovedores que en su día, casi me cortaron la respiración. Como aquel día en que por fin empacamos todo el equipaje, nos despedimos de la familia, nos subimos al tren y dejamos atrás todo para cumplir un sueño que curiosamente compartíamos.

 

He conocido a muchas personas en mi vida y todas perseguían sueños imposibles. Eso está bien, igual que hacer las cosas con entusiasmo. Pero también las he visto padecer por no alcanzar sus objetivos. He visto parejas que se rompían por no saber frenar, por no saber vivir con los restos imperecederos que deja la pasión cuando se acaba. En general, cariño, he visto cómo amigos y conocidos se cargaban de tristezas y frustraciones por querer más. Los he visto volverse más infelices cuanto más sabían, más leían, más tenían, cuantas más metas alcanzaban. No se puede perder la perspectiva de que vivir no es más que eso, vivir.

Nadie dice que sea fácil, pero hay algo auténtico en el hecho de seguir hacia delante, salvar los escollos, intentar hacer lo que más nos gusta, y admirar lo que nos rodea.

 

Las cosas se fueron colocando en su sitio sin que hiciéramos nada de particular. Cuando el dueño de la barbería falleció, sus hijos me vendieron el negocio. Me encantaba madrugar, abrir la cancela, recibir a la gente, charlar de trivialidades. Estábamos tan borrachos aquella noche que hicimos el amor en el jardín. Nueve meses después nació tu madre, no te puedes ni imaginar lo que eso supuso en nuestras vidas. La casa y el pueblo fueron creciendo y transformándose a nuestro alrededor. Vimos morir injustamente a muchos compañeros de todas las edades, tuvimos que defender lo que nos pertenecía por derecho en tiempo de posguerra, lidiar con burocracias absurdas, la enfermedad acechaba siempre detrás de cualquier esquina, en fin, todo eso y mucho más es la vida, una especie de regalo maravilloso difícil de manejar. ”

 

Percibí una nube de melancolía en su rostro, como si estuviera velado por infinidad de recuerdos cálidos y agradables. Su cara era la de alguien que se siente afortunado, sin duda. Las historias de mi abuela nunca hablaban de grandes viajes por el mundo, ni de encuentros y desencuentros grandilocuentes, ni de enormes descubrimientos y revelaciones, sino de las más minúsculas características de lo cotidiano. Una vida como cualquier otra, decía ella, repleta de los mismos pequeños milagros. Mis abuelos jamás se plantearon qué era aquello de enamorarse, nunca pusieron esa etiqueta a lo que les unió de por vida, y fueron felices con lo que les tocó vivir. Si hubo o no esa chispa que a mí me obsesionaba, a la luz de una vida entera como la que compartieron, tiene muy poca importancia.

                                                                LA FORTUNA DE VALENTÍN

Aquí les presento a Valentín en la única fotografía que consiguió captarlo con una media sonrisa de resignación, el hombre con mayor estrella y peor fortuna que hayamos conocido jamás, ambas suertes en igual cantidad y medida.

La calle Torquemada, como recuerdo del inquisidor, no auguraba felices promesas, pero era allí donde se encontraba la administración de lotería número 262 del barrio de Hortaleza.

Valentín compraba lotería nacional todas las semanas.

En una ocasión, ajeno a su destino, se acercó a la ventanilla y entregó el boleto a la lotera. En la cara de ojos como platos que esbozó la mujer, Valentín adivinó lo que había sucedido antes de tiempo. La pidió que lo mantuviera en secreto, agarró los siete millones de pesetas con ambas manos y sin dejar de observar el número con la cabeza agachada, salió del establecimiento. De repente, un golpe de viento lo golpeó de soslayo y el décimo se le escurrió entre los dedos. Su cara mientras éste se bamboleaba en el aire era una auténtica elegía, y su gesto, después de perseguirlo desesperadamente y ver cómo se colaba por la rendija de la ventanilla de un coche que pasaba a toda velocidad por la Carretera de Canillas, se arrugó en una mueca de indescriptible terror. Cuando entró en la administración de lotería y gritó lo sucedido nos quedamos estáticos, sin saber si debíamos reír o llorar.

 

Años después ganó unos cuantos miles de euros. Escondió la octavilla en su mesilla de noche, y se marchó a trabajar. Al regresar, después de haber pasado toda la tarde imaginando los viajes y proyectos en los que se iba a embarcar, el rostro se le quedó lívido al descubrir que el boleto no estaba en su sitio. Manuela, la señora de la limpieza que acudía los miércoles a su casa, tampoco volvió a aparecer.

 

Pasó un tiempo insignificante estadísticamente hablando, como para que por tercera vez le tocara la lotería. En esta ocasión fue la radio quien lo hizo partícipe de su suerte mientras sacaba dinero de un cajero del banco. Entusiasmado y nervioso, mientras regresaba a su casa, se guardó el billete de cincuenta en el bolsillo junto al comprobante de la operación, y rompió el boleto pensando que era el extracto bancario, en mil añicos como tenía por costumbre. Fue sentado en el sofá, tratando de adivinar qué había sucedido, cuando con pavor rememoró la sensación que había tenido entre los dedos, de que el papel del cajero le había resultado demasiado duro al rasgarlo.

 

Ya era muy anciano cuando recibió la bendición del gordo de Navidad. En esta cuarta y última ocasión, después de celebrarlo junto a los demás vecinos en la puerta de la administración y de ser entrevistado por las cámaras de televisión, se apartó, se alejó, y cerca de la puerta de la iglesia, sonriendo, le entregó el décimo al mendigo que la custodiaba.

 

—¿Se siente afortunado? —le preguntó la periodista.

 

No supo qué responder.

                                                                                     VALIENTE

Hay un instante en que la vida pone a prueba a cualquier hombre, un momento que justifica todo lo que ha hecho y todas las decisiones que ha tomado, por muy insignificantes que pudieran parecer en su día. Son encrucijadas en las que uno siente que está haciendo lo que había venido a hacer a este mundo, como si el resto de las elecciones que lo habían guiado hasta entonces estuvieran meticulosamente encadenadas para dirigirlo a ese objetivo concreto. En definitiva, da igual cuál sea tu trabajo o a qué hayas querido consagrar tus esfuerzos, lo desencantado, aburrido o harto que estés de tus rutinas, porque hay un segundo en que todo encaja, y después ya puedes morirte tranquilo.

Abul Khayr había llegado a París hacía quince años y desde hacía diez trabajaba en aquella boulangerie del número 32 del Boulevard Richard Lenoire. Por la tarde cuando salimos de la redacción, casi siempre nos acercamos por allí, nos pedimos una porción de tarta de zanahoria, un café con leche y comentamos lo humano y lo divino de la jornada laboral. Muchos días, sobre todo cuando no hay más clientes esperando ser atendidos, Abul termina acodándose junto a nuestra mesa y responde a nuestras preguntas. Así somos los periodistas, eso somos en realidad, unos chismosos patológicos y unos murmuradores. ¿Por qué huiste? ¿Cuánto duró la travesía? ¿Qué hiciste al llegar? Lo cierto es que la historia es dramática pero él siempre la cuenta con humor y omitiendo detalles desagradables que podrían herir la sensibilidad del occidental criado entre algodones. Cosas como que le estafaron todos sus ahorros para escapar por mar más allá de la frontera y el ahogo de la mayoría de los que le acompañaban en aquella patera, principalmente de mujeres y niños. En este punto la vista se le pierde en algún rincón de la habitación y suspira como si fuese a echarse a llorar en cualquier momento. Seguramente imagina el cadáver tumefacto de alguno de aquellos niños. Cosas como que lo dejaron meses bloqueado en un campo del que nadie en Europa quería saber nada, donde terminó haciéndose cargo de tres hermanos de diferentes edades comprendidas entre los tres y los nueve años que por diferentes motivos habían quedado huérfanos. Sin duda, dice, habrían muerto si no lo hubiera hecho. Cosas como el inhumano destino de que te metan en un autobús con la promesa de llevarte a Alemania y permanecer varado en ese transporte durante días. Ni te imaginas la sensación de acostarte horizontal en una colchoneta después de pasar tanto tiempo prácticamente inmovilizado en un asiento, dice. Cosas como despedirse de sus vecinos y amigos de viaje y tener que dar a los tres niños que cuidaba en adopción, que ensombrecen su cara como si constituyeran su mayor dolor. Tener que currar ilegalmente de mantero vendiendo falsificaciones de bolsos y gafas de marca, o delinquir a su pesar robando para no morir de hambre, son cosas que suele omitir avergonzado.

 

Nos enseña fotografías de antes de que los echaran de su hogar, en las que aparece elegantemente vestido con un traje de chaqueta y corbata, el pelo engominado hacia atrás y la barba cuidadosamente afeitada. Luego, una que le sacaron en un campo de refugiados en Lesbos, en la que posa con el pelo sucio y despeinado, barba de varios días, ojeras moradas y un chándal sucio, casi como un indigente junto a otros tres desafortunados que lo abrazan. Porque eso sí, en la guerra o en cualquier sitio, uno siempre encuentra buenas personas a las que arrimarse y de las que hacerse amigo, y una situación tan dura estrecha lazos de un modo más fuerte del que cabe imaginar. No es lo mismo juntarse por necesidad que por capricho, dice. Su aspecto ahora no es el de las fotos de antes de que todo se fuera a la mierda, es como si tras el arduo peregrinaje la piel se le hubiera acartonado y oscurecido, como si el gesto le hubiera cambiado y el rostro se le hubiera nublado y cubierto de arrugas. La metamorfosis de la desgracia, lo llama él, aludiendo a esa clase de incidentes de la vida de los que uno nunca llega a recuperarse del todo. Y entonces siempre acaba hablándonos de Nathalie, la joven cooperante francesa de Montpellier que cayó un día por la pastelería, y se le llenan la boca, los ojos y el alma al explicarnos cómo se enamoraron y cómo terminaron compartiendo un humilde apartamento en el distrito trece junto al margen izquierdo del Sena.

Es en ese instante del último día que pasamos por allí cuando un percance viene de golpe a convertir a un buen hombre en un héroe. Él siempre decía que le encantaba su trabajo de camarero en la pastelería porque se trataba de cuidar y hacer feliz a la gente. Eso es precisamente lo que hizo el pasado 13 de Noviembre. Cuando empezaron a escucharse las detonaciones y vimos a la gente corriendo calle abajo, nos quedamos petrificados y sólo él superó el terror para reunir rápidamente a la clientela y arrastrarnos escaleras abajo hacia el almacén. Luego echó el cierre pero al comprobar que aún quedaba gente fuera cobijada entre las mesas, volvió a abrirlo, las dejó entrar y se apostó en la puerta. Cuando el terrorista lo enfiló con el fusil, Abul Khayr se limitó a saludarlo con un “Salam Aleikum”, y eso lo libró del disparo en el último momento y nos salvó la vida a todos.

Un camarero con un sueldo irrisorio, que no nos debía ni un ápice de gratitud, y que nunca recibirá nada a cambio, decidió jugarse la vida por otras personas de diferente religión, cultura y nacionalidad. Nadie que no hubiera pasado por ese calvario en forma de éxodo injusto que siempre relata, habría sido capaz de reaccionar tan deprisa y con tanta lucidez. Nunca un camarero fue tan valiente ni se excedió tanto en sus funciones.

                                            DONDE LA TIERRA ESTÁ MÁS CERCA DEL CIELO

Atravieso el África subsahariana, esa región del mundo donde la tierra está más cerca del cielo, y de repente se opera un cambio en mi interior violentamente. Una semana lavándome el pelo y el cuerpo con jabón lagarto ha bastado. Identifico el instante del cambio en el viaje de autobús que realizamos hasta Soroti para visitar al director de Médicos Sin Fronteras.

El vehículo es uno de esos desvencijados transportes de provincia. Me coloco en los asientos de atrás. Cuando está lleno todavía sigue subiendo gente. No cabe ni un alfiler. En el pasillo los cuerpos sudorosos se apelotonan de cualquier manera. Una niña enferma vomita a mis pies sobre el vómito de otro niño. La gente ni se inmuta y por poco la pisotean en un descuido. El sol cae recto desde las alturas en las horas más calurosas del día, el interior del autobús es sofocante, el efecto invernadero colapsa todos mis pensamientos y todas mis emociones, así que me concentro en ignorar el calor y rezo para que arranque ya. Estoy mareado y creo que me voy a desmayar, sudo litros de agua que no tengo, me estoy derritiendo, no se puede respirar, el olor es nauseabundo. Las personas que tengo prácticamente encima soportan este tormento todos los días y para colmo tienen que cargar con bebés y bolsas repletas. La mujer de delante compra un gallo muerto por la ventanilla y me lo planta en la cara. Juro por lo más sagrado que si sobrevivo a ésta, nunca más padeceré en vano. De verdad siento que voy a morir si sigo encerrado un minuto más en esta lata. Me acuerdo de las fotografías sobre traslados de judíos hacia los campos de concentración nazis en los vagones de los trenes de la segunda guerra mundial y me estremezco. Entra un hilo de aire por el ventanuco que tenemos encima y todos estiramos el cuello desesperadamente hacia la corriente redentora. Si tardamos más de diez minutos en movernos voy a tener un problema de verdad. Lucho con tantas fuerzas contra mi yo físico que siento cómo de pronto me volatilizo. Ya no siento dolor. El ruido, el olor y el calor han desaparecido. En ese instante se produce la transformación. Arrancan y resucito sintiendo poco a poco la vibración del autobús en los pies. Vuelvo a ser yo, estoy en mis carnes otra vez, pero algo ha cambiado. Ya no tengo miedo. Ahora comprendo el beneplácito de los africanos con el mundo que les ha tocado. Cuando estás encerrado y ya no tienes fuerzas para luchar, mutas hacia algo más leve, menos humano.

Me he olvidado de lo que era en Madrid. Lo que hacía y por qué lo hacía no me atañen en absoluto. Como cuando tengo hambre y duermo cuando tengo sueño. Obedezco a mi instinto. El cacareo de un gallo, los chillidos de los monos, el ladrido de un perro, el trino de los pájaros, el rasgueo de los grillos, el zumbido de los insectos. Me ducho con luz natural. Desayuno sin prisa un café ugandés exquisito. Salgo, me estiro y me invade un vigor reconfortante. La felicidad debe ser algo parecido a esto. Cada uno se entretiene con sus cosas. La pequeña Fathma deja de trenzar cortezas, se recuesta a mi lado y sin mediar palabra me dibuja una flor de gena en el brazo. Sico se duerme entre las piernas de Nuru mientras ésta estudia el examen de mañana. De vez en cuando me pregunta algo y abandono este diario para explicárselo. Niguana fuma. Hassan y Hussein bailan una canción de musical Bolywood. Dos amigas charlan. Omar piensa en sus cosas. Manolito enreda. Todos estamos tranquilos. Nadie perturba la armonía. Todo está bien. No hay nada que hacer salvo disfrutar de la vida. Las horas se deslizan por encima de nuestras cabezas sin que les prestemos atención.

Estas fiestas de existir son nuevas para mí. Se trata de una desvinculación con respecto al mundo desarrollado que me hace sentir francamente bien, como haber soltado un lastre pesado e incómodo. Al principio me angustia un poco confundir esta liberación con el vacío, me asusta pensar que este saco que he tirado por la borda está lleno de emociones y recuerdos sin los que me dirijo directamente al más profundo desarraigo. Me siento ligero al perder la noción del tiempo y libre de las ataduras materiales y necesidades económicas que hacen que vivir sea algo complicado, pero no quiero sentirme ligero de responsabilidades y de sentimientos, porque son los que me ayudan a estar cuerdo. El personaje de Marlon Brando en Apocalipse Now adquiere una dimensión más cercana para mí, un referente del extremo que no quiero rebasar ahora que sé que esta sensación es posible.

 

Recupero la impresión de haber vuelto a nacer, pero esta vez no me siento tan solo, porque las cosas importantes laten con fuerza desde la distancia, como un fuego intenso que marca el final del viaje, como la luz de un faro que me guía en medio de la tormenta. No voy a olvidar las mañanas de invierno escribiendo con la estufa en los pies, las horas que he pasado frente al piano, las cenas con mi amigo Juan Carlos, los análisis filosóficos con los que Pablo y yo hemos crecido delante de una cerveza, mi familia perenne y cariñosa, las tardes en el regazo de mi abuela, las caricias de mi hermana, dormir con Cristina entrelazados y sentir su cabeza en mi pecho al despertar.

Al final siempre queda el amor. Es así de simple, así de fácil, así de bonito, y me siento afortunado, porque gracias a ellos, gracias a él, me he salvado. En la casa donde nos hospedaremos en Watamu hay un cartel que proclama en inglés: “Love is enough”. Los niños acogidos por la ONG me lo demuestran cada día. Sico me abraza, sonríe, me cura con una mirada. Él sólo se preocupa de vivir aunque el mundo se esfuerce en ponérselo difícil.

                                                                         MONSTRUOS

Recuerdo perfectamente el carácter rígido y exigente de mi padre, su bigote hirsuto y sus gafas de pasta, sus modales refinados y las manías que desarrolló con el paso de los años. Recuerdo con nitidez el miedo visceral con el que lo esperaba en mi habitación cuando sacaba malas calificaciones en el colegio, el tenso suspense del sonido de sus zapatos en el parqué. Nunca me puso la mano encima. Siempre agachaba la cabeza y con un tono de voz grave y arenoso me ayudaba a distinguir lo que estaba bien. Recuerdo con viveza el modo ausente en que se enfrascaba en la lectura y cómo me inculcó ese hábito advirtiéndome de lo útil que sería para escapar de la realidad y ser capaz de juzgar el mundo desde la distancia. Recuerdo cómo jugábamos, cómo me abrazaba, cómo me quería, eso era indudable, bastaba fijarse en cómo me miraba, cómo se enorgullecía de mis pequeños progresos. Recuerdo también un controvertido rasgo de su personalidad: lo seguro que estaba de la educación que me había proporcionado y de lo indeleble que era su calado.

Mi madre dice que mi padre siempre me defendía, incluso cuando no debía hacerlo. Esta afirmación tiene un trasfondo siniestro, y con tal de protegerme era capaz de perder la razón y hacer cualquier locura. Al parecer, sus férreas convicciones lo convertían en una persona intolerante con respecto a cualquiera de las debilidades humanas. No soportaba el desorden, la impuntualidad, el vicio, el egoísmo, la infamia. Mi madre me cuenta lo intransigente que se ponía al escuchar las noticias en el telediario. No había perdón para los malvados, los corruptos, los asesinos y los violadores, se debían pudrir en la cárcel y jamás ser reinsertados. Nadie que hiciera daño a los demás merecía su compasión, nadie que cediera al monstruo que según él, todos llevábamos dentro.

Lo que no recuerdo es por qué desapareció repentinamente de mi vida, y nadie ha conseguido aclarármelo. Mi madre y los demás se repliegan, bajan la mirada que los delata, y guardan un mutismo absoluto sobre la cuestión, como si hubieran pactado no hacerme partícipe. El psicólogo llama amnesia selectiva a esa ausencia de la memoria de un período concreto de mi pasado, un acontecimiento traumático que dejó una laguna permanente en la superficie de mi frágil mente infantil.

Hoy llego a casa de mi madre horas antes de que regrese, con la firme seguridad de que un incidente extraordinario no se puede borrar del todo, convencida de que si busco a fondo encontraré algún rastro. Tardo media hora escasa en toparme con un baúl debajo de la cama. El interior es el museo de los horrores que ha experimentado mi madre mientras se encargaba de ocultarme la verdad: recortes de periódico, fotografías, objetos de otra época, enseres personales, un reloj, una maquinilla de afeitar, su bate de béisbol. “Nunca se halló el arma homicida”, leo después en uno de los titulares.

El episodio trágico surge de repente en fotogramas que desfilan frente a mis pupilas de lado a lado, dejándome aterrorizada. Mi madre me encuentra hecha un ovillo sobre la alfombra, con las mejillas llenas de lágrimas y cierta dificultad para respirar. Por fin reconoce lo que ocurrió y me pide perdón por ocultármelo. Dice que eso es lo único que pidió él antes de ser encarcelado.

Jose María Valbuena era un prometedor psicólogo infantil de treinta y dos años, con una preciosa mujer que atraía las miradas de todos los hombres del barrio, y un hijo de apenas dos años. Nada de eso le impidió abusar durante meses de varios niños en diferentes colegios. Yo era uno de aquellos damnificados.Apenas tenía cinco años. No me he esforzado en rememorar los detalles de nuestro encuentro, pero ahora, gracias a mi madre, he conseguido reconstruir lo que ocurrió:

—Tu padre andaba preocupado por los rumores que corrían entre los vecinos de la mancomunidad. Aquel día en el mercadillo, cuando nos cruzamos con él, tu padre se tensó de arriba a abajo, alerta a cualquier mínimo detalle que le diera una pista acerca de la culpabilidad de nuestro vecino. Ya sabes que no se fiaba de nadie, cualquiera podía esconder un secreto inconfesable, y varios niños lo habían acusado aunque se empeñaba en negarlo. De repente apareciste corriendo, con una felicidad en el rostro que rápidamente se ensombreció al ver a Valbuena. Te asustaste y fuiste a cobijarte entre mis piernas. Cualquier otro habría estudiado prudentemente la situación o la habría enfrentado de otra manera, pero tu padre, sin pensárselo ni un segundo, le lanzó un puñetazo en la nariz y lo derribó. Luego se colocó encima de él y comenzó a golpear su cabeza contra el suelo con una violencia aparatosa.

De nada sirvió que otros vecinos lo apartaran o intentaran convencerlo más tarde de que se tranquilizara e interpusiera los cargos oportunos en la denuncia, de nada procurar que lo dejara en manos de la justicia.No era una cuestión de venganza, sólo defensa propia. Salió de casa con su bate de madera, entró a la fuerza en la vivienda de Valbuena y lo atizó hasta matarlo. Luego fue a la comisaría más cercana y se entregó pacíficamente reconociendo su falta y dispuesto a asumir las consecuencias.

 

He vuelto a retomar el contacto con mi padre. Hacía más de ocho años que no lo veía. Sigue siendo tal y como lo recordaba. Más de una vez le he preguntado si se arrepiente de lo que hizo. Su respuesta siempre ha sido la misma: no.

Un periodista me preguntó qué me parecía a mí. Sólo acerté a sugerirle que todos llevamos un monstruo dentro, y añadí que seguramente yo habría hecho lo mismo que mi padre.

                                                                       COSAS QUE DEBERÍAN DURAR PARA SIEMPRE 

Hay cosas que deberían durar para siempre, cosas que no deberían agotarse o extinguirse, cosas que tendrían que ser eternas. 

Como llegar a casa a mediodía, poner la televisión y pillar una emisión más de Saber y Ganar presentada por Jordi Hurtado, ese enorme gigante inmortal de las antenas, y la infatigable voz de Juanjo construyendo preguntas imposibles. 

Son cosas que cuando faltan se echan de menos, cosas que no pueden ser de otra manera, que dejan un vacío insustituible, de esas que cuando cambian, jode. 

Como que una marca comercial deje de fabricar el producto que llevas utilizando toda la vida. El perfume que usaba tu mujer y que te ponía a cien. Las galletas de chocolate con ese relleno tan especial. Ese bolígrafo barato pero con un trazo suave y certero.  

Son cosas que el mundo necesita para ser un lugar mejor, cosas que compensan toda la podredumbre que se abre camino a tientas en la oscuridad y alcanza nuestros débiles corazones, cosas que aún proporcionan algo de fe y esperanza, deidades terrenales, cosas, ¿por qué no decirlo?, espirituales. 

Como algunos libros y algunas películas, pero sobre todo como algunas series que no deberían acabar nunca. Hay trilogías que tendrían que perpetuarse y sagas que tendrían que ser vitalicias. Como las recientes secuelas de Star Wars patrocinadas por Disney o las novelas posteriores de Dune escritas por los hijos del primer Herbert. Hay personajes sempiternos en universos infinitos, ficciones que por fortuna quedarán para siempre en la memoria colectiva y pasarán por tradición oral de padres a hijos. 

Siempre son cosas impalpables, de ésas que demuestran tópicos del estilo de: los instantes pequeños pueden ser los más significativos, un gesto, una mirada, el valor. Cosas que no se pueden medir, que nos dicta el corazón y de las que nos advierte el instinto.  

Como algunas personas que se cruzan en nuestra vida, a las que uno dice adiós y no vuelve a ver jamás, pero que supone que aún siguen por ahí, iluminando las sombras cada día. Amigos que no deberían sufrir ni enfrentarse a la fragilidad. Incluso como la memoria de algunos que ya no están. Como Sonia del Amo y los chupitos a los que nos invitaba en el Tupper, como su familia entera y cada adoquín de Malasaña que pisan. 

Son cosas que a pesar de las circunstancias siempre tienen sentido o cobran sentido después, a veces con el paso de los años, pero que terminan siendo definitorias y definitivas.  

Como que llegue tu jefe, valore tu esfuerzo de años y te suba el sueldo. Como ver a tu primera hija decir papá o dar sus primeros pasos. Como hacer el amor con tu mujer con la intención de tener descendencia. Un rayo de sol en la cara. Una reunión de amigos. Una conversación con tu padre a corazón abierto. Una caricia de tu madre. Como alguna conversación, alguna coincidencia, algún beso. 

Son cosas que ocupan un tiempo impreciso pero un espacio específico. Lugares donde se resuelven encrucijadas, donde se acumula buena energía, donde el guerrero para a descansar, donde se reúnen los poetas para inspirarse o encontrar consuelo. Rincones donde huele a viejo y cada parte oxidada del forjado o astillada del mobiliario se convierte en una pieza de museo, detalles con los que convivimos y que queremos que sigan siendo así, que defenderíamos hasta las últimas consecuencias porque son la sal de la vida. Cosas que deberían permanecer abiertas 24 horas los 365 días del año.  

Como el Café Comercial de la glorieta de Bilbao, con su puerta giratoria y todos sus camareros, que deberían ser robots que nunca envejecieran. Como todos los establecimientos que acaban transformándose en verdaderos monumentos y que no protegemos, sino que permitimos que nos roben para erigir Zaras, Mc Donalds, Starbucks y Rodillas. 

Son cosas de las que uno nunca debería despedirse porque algo se nos rompe por dentro al hacerlo y nos entran ganas de llorar con la auténtica tristeza de los niños en el patio de recreo del colegio. 

Como ese cine en versión original al aire libre, ese descampado donde aprendiste a volar, el banco ajado del parque donde te enamoraste perdidamente, ese mercado subterráneo, esa panadería, el afilador, las noches de verano.   

Son cosas indescriptibles, imposibles de definir, resumir, simplificar, que no se pueden analizar o sintetizar, que jamás tendrán un código o una ecuación matemática, cosas de las que se habla en secreto, bajo las sábanas, en susurros, con miedo, cosas que están por encima de nuestro entendimiento. La respuesta a todos los porqués. Cosas que se saben y ya está. 

Como las metáforas del maestro Aute, como sus juegos de palabras, como él mismo, Luis Eduardo subido a un taburete, encorvado sobre la guitarra, estirando el cuello hacia el micrófono, diciendo suavemente versos que suenan a música, frases que parecen importantes, cosas que deberían ser perennes, inmutables, trascendentales, imperecederas, cosas que deberían durar para siempre.

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